La historia verdadera, sin un ápice de
ficción
Por Álvaro Pérez García
Si bien es cierto que la industria
petrolera le ha dado un impulso sobresaliente a la economía colombiana, también
es cierto que trajo implícita una serie de anormalidades, que tienen lugar en
todos los territorios donde se realiza la actividad extractiva; eso mismo que
la Agencia Nacional de Hidrocarburos adjudica como bloques y que las empresas
operadoras llaman pozos, como la gente del común los conoce.
De entrada, hay que hacer obligada alusión
al argot sui generis del sector, donde al jefe lo llaman líder (de la operación
petrolera) y no gerente; derecho de vía, crudo, plan de contingencia, KP,
skinner, PSI, fastan, campamento.
Al líquido viscoso recién extraído del
subsuelo se lo llama crudo, porque es una mezcla de agua, gas, barro y
petróleo; algo sin procesar.
El derecho de vía es el terreno que se
compra para construir el oleoducto. En ese aspecto es muy importante resaltar
que no se trata de un contrato enfitéutico (cesión perpetua del dominio sobre
un inmueble pero con pago de un canon anual). Por lo general, quien vende la
finca mantiene la creencia que por tratarse de tierra petrolera le seguirán
pagando servidumbre mensualmente o por año, cuando la realidad es que el
negocio se cierra y se paga una sola vez.
El KP (kilómetro petrolero) es la
señalización que se hace en el tubo para conocer la ubicación del trayecto del
oleoducto, cuyos datos son utilizados por los subcontratistas encargados del
transporte de crudo por oleoducto.
El fastan (bolsa de armado rápido) se
utiliza para acopiar el crudo que se lleva luego a las piscinas artesanales,
para descontaminar fuentes hídricas y zonas verdes.
El skinner es la motobomba que se utiliza
para succionar el crudo a los tanques de almacenamiento. El PSI es la medida de
presión.
Los desplazamientos, generalmente, se
realizan por vía aérea, con helicópteros de empresas privadas al servicio de
Ecopetrol. El requerimiento debe hacerse a un centro de solicitudes, que
funciona en los aeropuertos de las capitales. Allí descubrimos una
particularidad: todo tiene prioridad 1A, todo es ipso facto; como se diría
popularmente: «es pa’ ya».
Esa podría ser la parte del cúmulo
petrolero que todos conocen, o por lo menos, lo que conocemos los periodistas
que trabajamos en estas zonas y manejamos con asiduidad sobre el sector de
hidrocarburos; porque solamente son los atentados los que salen a la luz
pública. La parte oscura que deviene, como el mismo color del crudo, es otra
bien diferente y diversa, pues tras el atentado subyace una cadena de hechos,
que conjuntados, se convierten en toda una estructura mafiosa que hemos denominado «la mafia del petróleo»,
eso realmente fue lo que descubrimos.
Para meternos en esa «parte oscura», que
entronece la industria, nos asesoramos del mayor retirado del Ejército, Renso
René Coronado, un araucano graduado como profesional en Ciencias Militares, con
posgrado en Administración de Recursos Militares y especialización en Gerencia
Logística, de la Universidad Sergio Arboleda, de Bogotá, quien conoce a fondo
la problemática.
Coronado Gámez, en los últimos seis años,
ha trabajado como analista de campo para los proyectos de Ecopetrol en los
departamentos de Norte de Santander y Arauca. Ha tenido a su cargo, entre
otras, las estaciones de Banadía, Toledo, Oripaya, Orú y Ayacucho donde la
seguridad adquiere capital importancia.
«Hay momentos en que los bombardeos de la
Fuerza Aérea suceden al tiempo que los operarios sueldan el tubo, y esa
circunstancia se hace normal, ya es asunto de la cotidianidad. Hay que
acostumbrarse a ella», comenta Renso, con desparpajo.
Orientados por el exmilitar, conocimos que
los protocolos de seguridad exigen registrar minuto a minuto las actividades
que deben coordinarse con todas las áreas para poder ejecutar los trabajos con
eficiencia. Esos protocolos deben ajustarse para tener éxito en las siguientes
emergencias.
Necesariamente debe conocerse dónde queda
cada una de las infraestructuras, asimilar los términos, aplicar protocolos de
seguridad, manejar planes de contingencia para el control de derrame de crudo
en afluentes; además, también coordinar los desplazamientos de personal por
tierra con respaldo de maquinaria. Ese personal debe estar disponible las 24
horas del día para trabajar donde se presente algún evento fortuito.
Esos protocolos son muy estrictos, nadie los puede desconocer
porque atentaría contra la integridad física del trabajador, al extremo de
sufrir mutilaciones, o, peor aún, ocasionarle la muerte.
Todos los atentados son provocados por los
grupos armados al margen de la ley, que utilizan métodos no convencionales al
instalar artefactos con explosivos, que se conocen como «campos minados», que
han cobrado miles de víctimas entre trabajadores de la industria petrolera, gente del común y miembros de la
Fuerzas Armadas.
La Fuerza Pública juega un papel muy
importante en la industria petrolera en Colombia. Si no hay Fuerza Pública
muchas veces los trabajos en el sector petrolero no se pueden ejecutar,
especialmente en el sector rural.
«Con las primeras acciones violentas se nos
pone el corazón agitado y empiezan las preocupaciones», afirma Coronado, al
advertir que es entonces cuando uno se pregunta: ¿qué pasa si no voy a atender
la emergencia donde la situación de orden público es muy activa?
Inmediatamente, se responde: «Pues, sencillamente, me sacarán de la operación.
No acabarán de darme las gracias cuando ya contratarían a otra persona, me
reemplazarían, y la vida continúa. Siempre habrá una persona que estará dispuesta
a hacer el trabajo al que uno renuncia».
Esa afrenta obedece a que la industria
petrolera no puede parar, pues existen cláusulas contractuales que exigen el
cumplimiento de la entrega de crudo en un barco cisterna en un puerto o en una
refinería, ya sea en Barrancabermeja o en Cartagena, solo existen en Colombia
esas dos refinerías.
Al principio todo es curiosidad, de anhelo;
convencido de la oportunidad que ofrece ese mundo de riesgo y de dinero, donde
todo se aprende con el trabajo en campo; inicialmente, debe haber un equipo
exploratorio que dará la ubicación para la reacción inmediata ante un atentado,
sus integrantes no tienen horarios fijos, deben estar disponibles de día y de
noche.
Durante su participación en la industria
petrolera, el mayor Coronado debió atender cerca de cien atentados, que por lo
general son perpetrados en los mismos sitios o en zonas adyacentes y sus
consecuencias son similares: afectación de los acueductos, todo el pueblo pide
agua inmediatamente.
Deben ponerse a marchar aceleradamente los
planes de distribución de agua (durante diez o quince días), hay que hacerles
pruebas físico químicas a los acueductos
en la boca toma; y rogarle a Dios para que el crudo no se introduzca por las redes
de distribución, porque aparecerán los problemas de salubridad pública y, de
paso, obligaría al cambio de toda la tubería lo que generaría un caos en la
ciudad.
Para citar un caso específico, el del río
Tibucito, que suministra agua al municipio de Tibú, Norte de Santander. Cuando
suceden atentados sobreviene la emergencia al quedar sin agua por suspensión
del bombeo, afortunadamente hay dos pozos profundos de los que se alcanza abastecer con carro
tanques a toda la población. Ya se pueden imaginar el clima en verano (superior
a los 30 grados) y la desesperación del pueblo por falta de agua.
En otros lugares, los primeros afectados
son los campesinos, quienes deben tomar el agua con sabor a petróleo, por
muchos días; inicialmente, los peces se mueren, los pescadores no pueden
trabajar y el producto que logran pescar lo ingieren con sabor a gas, pero
ignoran las consecuencias que eso puede traer al organismo humano. Se inicia
una cadena de contaminación con consecuencias letales que afecta todo: trabajo,
familia, bienestar, en fin, la vida.
Este viaje al núcleo de la estructura
mafiosa enquistada en el sector petrolero nos familiariza con sitios como El
Aserrío, Puente Amarillo, San Pablo, Vega Larga; así es la vida en ese sector
del país, donde desarrolla actividad la industria petrolera en el Catatumbo.
Sus habitantes deben estar preparados para que los grupos armados los
interroguen y los humillen, porque dicen tener el poder sobre el pueblo con una
pistola o un fusil. Por lo general, allí nadie tiene cédula o documento alguno
de identidad, las motos y los carros transitan sin documentos legales y el
mandato para obedecer se impone mostrando un arma de fuego.
Existen unos mecanismos peligrosos para
apoderarse del crudo que transportan por los oleoductos, se conocen como las
«válvulas ilícitas», que se instalan perforando el tubo. Aprovechan las
explosiones para, mientras está suspendido el bombeo, instalar las válvulas de
succión. En las áreas en donde se ubican esas válvulas ocurre una alta
contaminación de la capa vegetal, porque no resisten la presión del oleoducto y
ocasionan permanentes fugas.
También existen refinerías artesanales que
se utilizan para el procesamiento del crudo, que, una vez refinado, se
comercializa como precursor de la pasta de coca, industria manejada por los
mismos grupos armados. Ese combustible artesanal, una especie de diésel, lo
transportan en camiones viejos, y muchas veces en caballos o mulas, que cargan
con canecas de 55 galones. Lo llevan al centro de producción de coca.
La presión del bombeo, (entre 1 100 y 1 300
PSI), rompe las válvulas y la tubería, y produce riego de aceite que convierte
tierras productivas en zonas desérticas.
A eso se suma la deforestación para
utilizar la madera como comburente en los fogones que calientan los tanques,
para el proceso de condensación con calor.
La producción anual de combustible ilegal
procesado en esas refinerías artesanales puede estar por el orden de 40 mil
barriles, algo así como US10 millones.
También hay
atentados en el sector de Filogringo, un sitio adornado con paisajes
hermosos, que cualquier país del mundo envidiaría y cuidaría como un tesoro.
Ese sector es bañado por el río Catatumbo, que desemboca en el golfo de
Maracaibo, Venezuela. El crudo que no se logra controlar pasa directamente a
contaminar esta importante fuente hídrica.
Mientras nos desplazamos con Renso por la
zona, observamos ranchos y enramadas (cambuches) que protegen del sol y el agua
cantidades de canecas, mangueras, herramientas y demás parafernalia para
refinar el crudo que se acopia en depósitos artesanales, unos grandes huecos
impermeabilizados con un plástico negro en el fondo, (los fastan) desde donde
lo succionan con plantas eléctricas de bombeo (skinner) para hacerle el proceso
de refinado por cocción. Esa tramoya no puede ser operada por cualquier
paisano, allí deben actuar ingenieros y personal calificado pues se observa que
el proceso de refinación es cada vez más perfeccionado, pasa de las canecas a
tanques de condensación con equipos sofisticados.
¿De quién son esos puntos de refinación
artesanal e ilegal? ¿Quién les brinda protección? Algunos dicen que son de la
guerrilla, de delincuencia común, de narcos; mientras otros, muchos, afirman
que son del propio Ejército. Si el Ejército sabe dónde están ubicados los
centenares de esos sitios de refinamiento, ¿por qué no actúa? Saquen ustedes
sus propias conclusiones. Cuando el negocio es lucrativo y sus ganancias son
del mil por ciento, cualquiera puede involucrarse.
Acampamos para descansar de la larga
correría, y el exmilitar aprovecha para contar la experiencia más difícil que
hasta ahora ha vivido: la que ocurrió el 11 de enero de 2009 en el pozo 233,
ubicado en la vereda Petrólea, de Tibú:
«Eran las 6:00 p. m. cuando 120
trabajadores se encontraban efectuando el cambio de turno. Llegaron unos
jóvenes vestidos con sudaderas negras, bañados de aceite quemado de motor, con
el fin de confundirse entre los trabajadores del pozo, cada uno tenía un fusil
AK47, lo primero que hicieron fue quitarles los radios de comunicación a los
vigilantes, que eran de la región, como lo exigen las comunidades a las
empresas petroleras.
Acto seguido procedieron a quemar la
ambulancia y las camionetas que están al servicio de transporte para los
trabajadores. A continuación, instalaron cargas explosivas de color negro en
las patas del taladro y otro grupo inició con la quema de todos los
alojamientos de los trabajadores. En pocos minutos empezó a vivirse un caos.
«En esos momentos cada quien empieza a
desarrollar, por instinto de conservación, su propio esquema para salir con
vida de ese infierno. Gracias a Dios todos salimos vivos, esa es otra
experiencia que solo conocemos quienes hemos trabajado en la industria
petrolera, y ojalá la conozcan todos los que están ensimismados por meterse en
ella», cuenta Coronado Gámez.
Mientras avanzamos, retomando la travesía
por los atajos de ese submundo, observamos inmensos cultivos de coca. Cientos
de hectáreas ─comenta Coronado─ están sembradas en la zona y los laboratorios
están ahí, a la vista, casi que a nuestra mano, por los difíciles caminos que
transitamos. Concluimos todos que los famosos programas de erradicación de
cultivos ilícitos no se aplican, o si lo hacen es en otras zonas, porque en el
Catatumbo, no tienen efectividad.
Por donde se mire se observa el abandono
del Estado, nada de inversión social, nula acción del Gobierno, las necesidades
básicas están todas insatisfechas; no hay servicios públicos, o si existen son
ineficientes. Las escuelas están abandonadas por el Estado, por los alumnos y
por los maestros. Y qué decir de los centros de salud: unas vetustas
edificaciones sin nada con qué auxiliar a la comunidad.
Todas las familias son activas en ese
circuito ilícito, al no tener otra opción de ingresos se suman subrepticiamente
para acrecentar el problema; los mayores van como ayudantes de las refinerías
clandestinas, y los menores ayudan en la siembra y recolección de hoja de coca.
«La pasta de coca es la moneda para toda actividad comercial del Catatumbo»,
cuenta el exmilitar.
La guerrilla domina a su antojo, tanto que
deja letreros pintados en las casas conminando a la gente a que abandone la
zona so pena de ser declarada objetivo militar. Los municipios más violentos
son El Tarra y Hacarí, también Convención; allí la Policía apenas patrulla en
los parques principales, y sus movimientos se circunscriben a los sitios
aledaños al Comando, no cruzan palabra con nadie. Los alcaldes y concejales
cumplen su función democrática bajo la mira de los fusiles de los guerrilleros;
todos la conocen, pero nadie se atreve a hablar de esa situación, que no es
ficción, es auténtica realidad de esta «República Independiente», que también
limita con Venezuela, pero sin presencia en ese punto de la frontera de Fuerzas
Armadas legales. La ley la impone por fuerza la subversión.
Esa realidad es la que el Gobierno se
empecina en ocultar por sobre los efectos nocivos en la economía nacional, pues
se sabe que una caneca de 55 galones con ese diésel producido ilegalmente
alcanza un valor de $500 000 en el mercado negro; que existe una alianza entre
FARC y ELN, con el reducto supérstite del EPL que comanda alias «Megateo», para
explotar el sistema; que son más de 60 puntos de refinerías artesanales en una
extensión de 50 kilómetros y que todo ha sido puesto en conocimiento de la Fiscalía
General de la Nación, sin resultados.
La triste conclusión es que todo eso sucede
ante los ojos de la Fuerza Pública y todo tipo de autoridades incluidas las
ambientales. Muchos colombianos, entre ellos muchos periodistas, ignoran la
realidad del Catatumbo, Arauca y demás regiones petroleras, donde,
supuestamente, nada sucede, pero donde todo pasa.