miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tema de Portada: LA MAFIA DEL PETRÓLEO

La historia verdadera, sin un ápice de ficción


Por Álvaro Pérez García

Si bien es cierto que la industria petrolera le ha dado un impulso sobresaliente a la economía colombiana, también es cierto que trajo implícita una serie de anormalidades, que tienen lugar en todos los territorios donde se realiza la actividad extractiva; eso mismo que la Agencia Nacional de Hidrocarburos adjudica como bloques y que las empresas operadoras llaman pozos, como la gente del común los conoce.

De entrada, hay que hacer obligada alusión al argot sui generis del sector, donde al jefe lo llaman líder (de la operación petrolera) y no gerente; derecho de vía, crudo, plan de contingencia, KP, skinner, PSI, fastan, campamento.

Al líquido viscoso recién extraído del subsuelo se lo llama crudo, porque es una mezcla de agua, gas, barro y petróleo; algo sin procesar.

El derecho de vía es el terreno que se compra para construir el oleoducto. En ese aspecto es muy importante resaltar que no se trata de un contrato enfitéutico (cesión perpetua del dominio sobre un inmueble pero con pago de un canon anual). Por lo general, quien vende la finca mantiene la creencia que por tratarse de tierra petrolera le seguirán pagando servidumbre mensualmente o por año, cuando la realidad es que el negocio se cierra y se paga una sola vez.

El KP (kilómetro petrolero) es la señalización que se hace en el tubo para conocer la ubicación del trayecto del oleoducto, cuyos datos son utilizados por los subcontratistas encargados del transporte de crudo por oleoducto.

El fastan (bolsa de armado rápido) se utiliza para acopiar el crudo que se lleva luego a las piscinas artesanales, para descontaminar fuentes hídricas y zonas verdes.

El skinner es la motobomba que se utiliza para succionar el crudo a los tanques de almacenamiento. El PSI es la medida de presión.

Los desplazamientos, generalmente, se realizan por vía aérea, con helicópteros de empresas privadas al servicio de Ecopetrol. El requerimiento debe hacerse a un centro de solicitudes, que funciona en los aeropuertos de las capitales. Allí descubrimos una particularidad: todo tiene prioridad 1A, todo es ipso facto; como se diría popularmente: «es pa’ ya».

Esa podría ser la parte del cúmulo petrolero que todos conocen, o por lo menos, lo que conocemos los periodistas que trabajamos en estas zonas y manejamos con asiduidad sobre el sector de hidrocarburos; porque solamente son los atentados los que salen a la luz pública. La parte oscura que deviene, como el mismo color del crudo, es otra bien diferente y diversa, pues tras el atentado subyace una cadena de hechos, que conjuntados, se convierten en toda una estructura mafiosa  que hemos denominado «la mafia del petróleo», eso realmente fue lo que descubrimos.

Para meternos en esa «parte oscura», que entronece la industria, nos asesoramos del mayor retirado del Ejército, Renso René Coronado, un araucano graduado como profesional en Ciencias Militares, con posgrado en Administración de Recursos Militares y especialización en Gerencia Logística, de la Universidad Sergio Arboleda, de Bogotá, quien conoce a fondo la problemática.

Coronado Gámez, en los últimos seis años, ha trabajado como analista de campo para los proyectos de Ecopetrol en los departamentos de Norte de Santander y Arauca. Ha tenido a su cargo, entre otras, las estaciones de Banadía, Toledo, Oripaya, Orú y Ayacucho donde la seguridad adquiere capital importancia.

«Hay momentos en que los bombardeos de la Fuerza Aérea suceden al tiempo que los operarios sueldan el tubo, y esa circunstancia se hace normal, ya es asunto de la cotidianidad. Hay que acostumbrarse a ella», comenta Renso, con desparpajo.

Orientados por el exmilitar, conocimos que los protocolos de seguridad exigen registrar minuto a minuto las actividades que deben coordinarse con todas las áreas para poder ejecutar los trabajos con eficiencia. Esos protocolos deben ajustarse para tener éxito en las siguientes emergencias.

Necesariamente debe conocerse dónde queda cada una de las infraestructuras, asimilar los términos, aplicar protocolos de seguridad, manejar planes de contingencia para el control de derrame de crudo en afluentes; además, también coordinar los desplazamientos de personal por tierra con respaldo de maquinaria. Ese personal debe estar disponible las 24 horas del día para trabajar donde se presente algún evento fortuito.

Esos protocolos  son muy estrictos, nadie los puede desconocer porque atentaría contra la integridad física del trabajador, al extremo de sufrir mutilaciones, o, peor aún, ocasionarle la muerte.

Todos los atentados son provocados por los grupos armados al margen de la ley, que utilizan métodos no convencionales al instalar artefactos con explosivos, que se conocen como «campos minados», que han cobrado miles de víctimas entre trabajadores de la industria  petrolera, gente del común y miembros de la Fuerzas Armadas.

La Fuerza Pública juega un papel muy importante en la industria petrolera en Colombia. Si no hay Fuerza Pública muchas veces los trabajos en el sector petrolero no se pueden ejecutar, especialmente en el sector rural.

«Con las primeras acciones violentas se nos pone el corazón agitado y empiezan las preocupaciones», afirma Coronado, al advertir que es entonces cuando uno se pregunta: ¿qué pasa si no voy a atender la emergencia donde la situación de orden público es muy activa? Inmediatamente, se responde: «Pues, sencillamente, me sacarán de la operación. No acabarán de darme las gracias cuando ya contratarían a otra persona, me reemplazarían, y la vida continúa. Siempre habrá una persona que estará dispuesta a hacer el trabajo al que uno renuncia».

Esa afrenta obedece a que la industria petrolera no puede parar, pues existen cláusulas contractuales que exigen el cumplimiento de la entrega de crudo en un barco cisterna en un puerto o en una refinería, ya sea en Barrancabermeja o en Cartagena, solo existen en Colombia esas dos refinerías.

Al principio todo es curiosidad, de anhelo; convencido de la oportunidad que ofrece ese mundo de riesgo y de dinero, donde todo se aprende con el trabajo en campo; inicialmente, debe haber un equipo exploratorio que dará la ubicación para la reacción inmediata ante un atentado, sus integrantes no tienen horarios fijos, deben estar disponibles de día y de noche.

Durante su participación en la industria petrolera, el mayor Coronado debió atender cerca de cien atentados, que por lo general son perpetrados en los mismos sitios o en zonas adyacentes y sus consecuencias son similares: afectación de los acueductos, todo el pueblo pide agua inmediatamente.

Deben ponerse a marchar aceleradamente los planes de distribución de agua (durante diez o quince días), hay que hacerles pruebas físico químicas a los  acueductos en la boca toma; y rogarle a Dios para que el crudo no se introduzca por las redes de distribución, porque aparecerán los problemas de salubridad pública y, de paso, obligaría al cambio de toda la tubería lo que generaría un caos en la ciudad.

Para citar un caso específico, el del río Tibucito, que suministra agua al municipio de Tibú, Norte de Santander. Cuando suceden atentados sobreviene la emergencia al quedar sin agua por suspensión del bombeo, afortunadamente hay dos pozos profundos  de los que se alcanza abastecer con carro tanques a toda la población. Ya se pueden imaginar el clima en verano (superior a los 30 grados) y la desesperación del pueblo por falta de agua.

En otros lugares, los primeros afectados son los campesinos, quienes deben tomar el agua con sabor a petróleo, por muchos días; inicialmente, los peces se mueren, los pescadores no pueden trabajar y el producto que logran pescar lo ingieren con sabor a gas, pero ignoran las consecuencias que eso puede traer al organismo humano. Se inicia una cadena de contaminación con consecuencias letales que afecta todo: trabajo, familia, bienestar, en fin, la vida.

Este viaje al núcleo de la estructura mafiosa enquistada en el sector petrolero nos familiariza con sitios como El Aserrío, Puente Amarillo, San Pablo, Vega Larga; así es la vida en ese sector del país, donde desarrolla actividad la industria petrolera en el Catatumbo. Sus habitantes deben estar preparados para que los grupos armados los interroguen y los humillen, porque dicen tener el poder sobre el pueblo con una pistola o un fusil. Por lo general, allí nadie tiene cédula o documento alguno de identidad, las motos y los carros transitan sin documentos legales y el mandato para obedecer se impone mostrando un arma de fuego.

Existen unos mecanismos peligrosos para apoderarse del crudo que transportan por los oleoductos, se conocen como las «válvulas ilícitas», que se instalan perforando el tubo. Aprovechan las explosiones para, mientras está suspendido el bombeo, instalar las válvulas de succión. En las áreas en donde se ubican esas válvulas ocurre una alta contaminación de la capa vegetal, porque no resisten la presión del oleoducto y ocasionan permanentes fugas.

También existen refinerías artesanales que se utilizan para el procesamiento del crudo, que, una vez refinado, se comercializa como precursor de la pasta de coca, industria manejada por los mismos grupos armados. Ese combustible artesanal, una especie de diésel, lo transportan en camiones viejos, y muchas veces en caballos o mulas, que cargan con canecas de 55 galones. Lo llevan al centro de producción de coca.

La presión del bombeo, (entre 1 100 y 1 300 PSI), rompe las válvulas y la tubería, y produce riego de aceite que convierte tierras productivas en zonas desérticas.

A eso se suma la deforestación para utilizar la madera como comburente en los fogones que calientan los tanques, para el proceso de condensación con calor.

La producción anual de combustible ilegal procesado en esas refinerías artesanales puede estar por el orden de 40 mil barriles, algo así como US10 millones.

También hay  atentados en el sector de Filogringo, un sitio adornado con paisajes hermosos, que cualquier país del mundo envidiaría y cuidaría como un tesoro. Ese sector es bañado por el río Catatumbo, que desemboca en el golfo de Maracaibo, Venezuela. El crudo que no se logra controlar pasa directamente a contaminar esta importante fuente hídrica.

Mientras nos desplazamos con Renso por la zona, observamos ranchos y enramadas (cambuches) que protegen del sol y el agua cantidades de canecas, mangueras, herramientas y demás parafernalia para refinar el crudo que se acopia en depósitos artesanales, unos grandes huecos impermeabilizados con un plástico negro en el fondo, (los fastan) desde donde lo succionan con plantas eléctricas de bombeo (skinner) para hacerle el proceso de refinado por cocción. Esa tramoya no puede ser operada por cualquier paisano, allí deben actuar ingenieros y personal calificado pues se observa que el proceso de refinación es cada vez más perfeccionado, pasa de las canecas a tanques de condensación con equipos sofisticados.

¿De quién son esos puntos de refinación artesanal e ilegal? ¿Quién les brinda protección? Algunos dicen que son de la guerrilla, de delincuencia común, de narcos; mientras otros, muchos, afirman que son del propio Ejército. Si el Ejército sabe dónde están ubicados los centenares de esos sitios de refinamiento, ¿por qué no actúa? Saquen ustedes sus propias conclusiones. Cuando el negocio es lucrativo y sus ganancias son del mil por ciento, cualquiera puede involucrarse.

Acampamos para descansar de la larga correría, y el exmilitar aprovecha para contar la experiencia más difícil que hasta ahora ha vivido: la que ocurrió el 11 de enero de 2009 en el pozo 233, ubicado en la vereda Petrólea, de Tibú:

«Eran las 6:00 p. m. cuando 120 trabajadores se encontraban efectuando el cambio de turno. Llegaron unos jóvenes vestidos con sudaderas negras, bañados de aceite quemado de motor, con el fin de confundirse entre los trabajadores del pozo, cada uno tenía un fusil AK47, lo primero que hicieron fue quitarles los radios de comunicación a los vigilantes, que eran de la región, como lo exigen las comunidades a las empresas petroleras.

Acto seguido procedieron a quemar la ambulancia y las camionetas que están al servicio de transporte para los trabajadores. A continuación, instalaron cargas explosivas de color negro en las patas del taladro y otro grupo inició con la quema de todos los alojamientos de los trabajadores. En pocos minutos empezó a vivirse un caos.

«En esos momentos cada quien empieza a desarrollar, por instinto de conservación, su propio esquema para salir con vida de ese infierno. Gracias a Dios todos salimos vivos, esa es otra experiencia que solo conocemos quienes hemos trabajado en la industria petrolera, y ojalá la conozcan todos los que están ensimismados por meterse en ella», cuenta Coronado Gámez.

Mientras avanzamos, retomando la travesía por los atajos de ese submundo, observamos inmensos cultivos de coca. Cientos de hectáreas ─comenta Coronado─ están sembradas en la zona y los laboratorios están ahí, a la vista, casi que a nuestra mano, por los difíciles caminos que transitamos. Concluimos todos que los famosos programas de erradicación de cultivos ilícitos no se aplican, o si lo hacen es en otras zonas, porque en el Catatumbo, no tienen efectividad.

Por donde se mire se observa el abandono del Estado, nada de inversión social, nula acción del Gobierno, las necesidades básicas están todas insatisfechas; no hay servicios públicos, o si existen son ineficientes. Las escuelas están abandonadas por el Estado, por los alumnos y por los maestros. Y qué decir de los centros de salud: unas vetustas edificaciones sin nada con qué auxiliar a la comunidad.

Todas las familias son activas en ese circuito ilícito, al no tener otra opción de ingresos se suman subrepticiamente para acrecentar el problema; los mayores van como ayudantes de las refinerías clandestinas, y los menores ayudan en la siembra y recolección de hoja de coca. «La pasta de coca es la moneda para toda actividad comercial del Catatumbo», cuenta el exmilitar.


La guerrilla domina a su antojo, tanto que deja letreros pintados en las casas conminando a la gente a que abandone la zona so pena de ser declarada objetivo militar. Los municipios más violentos son El Tarra y Hacarí, también Convención; allí la Policía apenas patrulla en los parques principales, y sus movimientos se circunscriben a los sitios aledaños al Comando, no cruzan palabra con nadie. Los alcaldes y concejales cumplen su función democrática bajo la mira de los fusiles de los guerrilleros; todos la conocen, pero nadie se atreve a hablar de esa situación, que no es ficción, es auténtica realidad de esta «República Independiente», que también limita con Venezuela, pero sin presencia en ese punto de la frontera de Fuerzas Armadas legales. La ley la impone por fuerza la subversión.

Esa realidad es la que el Gobierno se empecina en ocultar por sobre los efectos nocivos en la economía nacional, pues se sabe que una caneca de 55 galones con ese diésel producido ilegalmente alcanza un valor de $500 000 en el mercado negro; que existe una alianza entre FARC y ELN, con el reducto supérstite del EPL que comanda alias «Megateo», para explotar el sistema; que son más de 60 puntos de refinerías artesanales en una extensión de 50 kilómetros y que todo ha sido puesto en conocimiento de la Fiscalía General de la Nación, sin resultados.


La triste conclusión es que todo eso sucede ante los ojos de la Fuerza Pública y todo tipo de autoridades incluidas las ambientales. Muchos colombianos, entre ellos muchos periodistas, ignoran la realidad del Catatumbo, Arauca y demás regiones petroleras, donde, supuestamente, nada sucede, pero donde todo pasa.

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