miércoles, 17 de septiembre de 2014

«POPEYE», JEFE DE SICARIOS DE PABLO ESCOBAR: «AHORA YA NO PUEDO MATAR»

Texto y fotos: Salud Hernández-Mora

No podrá dormir a pierna suelta como lo hacía en la cárcel. Son legión los enemigos que esperan una oportunidad para asesinarlo ahora que está libre. Pero «Popeye» no se la pondrá fácil. «Para matarme a mí hay que tenerlas bien puestas», me dijo, sonriendo, con naturalidad, en una reciente entrevista en el penal de máxima seguridad de Cómbita, al poco de conocer que recobraría la libertad.

«Hay una cosa muy clara: estoy retirado del crimen, pero si yo veo que vienen tres tipos a matarme, les doy más plomo que mi Dios paciencia. Prefiero morir en una lluvia de balas que enfermo», agregó con su sinceridad habitual.

El exjefe de sicarios del cartel de Medellín ya es un ciudadano más. El martes 26 de agosto, casi a las 10 p. m.,  vestido con vaqueros, playeras, sudadera y una funda de gafas como único equipaje dejó la celda 07 que lo cobijó durante los últimos doce años, el único lugar donde se sentía seguro.

Los guardianes que lo recogieron, lo encontraron nervioso. Es por el «susto de enfrentarme a la selva de concreto», les dijo. Añadió que es el único que «ha pagado un ‘canazo’ tan largo». Aunque buena parte de sus miles de víctimas protestó porque solo permaneció 23 años tras las rejas, una minucia para un prontuario abultado y sangriento.

Ante la entrada de Cómbita aguardaba medio centenar de periodistas. Una caravana de «todoterreno» pasó ante ellos a toda velocidad, y varios informadores la siguieron. Entretanto, otro vehículo discreto conducía al antiguo preso por otro camino hacia Bogotá, a tres horas de distancia. Fue la primera maniobra de «Popeye», de las muchas que vendrán, para despistar a sus perseguidores.

Al arribar a la capital, en la calle 170, John Jairo Velásquez ─su verdadero nombre─ pidió que lo dejaran cerca de la estación de Policía. Se subió a un Audi negro que lo esperaba, y desapareció. Aún se desconoce el lugar donde pasará los cincuenta y cuatro meses de libertad vigilada que le quedan. Antes de esfumarse dejó una breve nota manuscrita: «Pido perdón al buen Dios y a las personas que (sic) les causé daño».



Escondite

«Popeye» le adelantó a Exégesis que establecerá su guarida en un barrio de clase obrera de una ciudad grande, seguramente, Medellín, convencido de que su rostro pasa desapercibido. En ese sector social no leen periódicos ni ven noticieros, es su teoría. Y si llegaran a reconocerlo, negará ser el famoso asesino. Pero no sacará un arma para callar al curioso de turno.

Y es que él mismo, su personalidad agresiva, es un gran enemigo si pretende seguir libre. «Popeye» ─mote que le pusieron cuando abandonó antes de tiempo la Escuela Naval de Grumetes─, deberá reprimir la tentación de resolver a tiros cualquier incidente que le fastidie.

«Psicología del penal me ha entrenado a que tengo que hacer la fila para pagar los servicios, y si alguien se cuela, tengo que saber manejar la situación; si alguien me estruja o me dice: ‘viejo marica’, tengo que manejarlo. Si voy en mi automóvil y me choco (sic), yo primero mataba porque estaba lleno de odio, pero ya no, no se puede», aseguró en la entrevista citada.

No solo por odio, John Jairo Velásquez también mataba por gusto. «Quiero ser malo, todo un bandido», se propuso. De familia acomodada, John Jairo le cogió pronto gusto al crimen. Siendo adolescente presenció por casualidad, en plena calle, una pelea a cuchillo entre dos hombres, que terminó con uno degollado. La sangre que brotaba a borbotones, la tensión que respiraban los rivales, fascinó al jovencito. A partir de ese momento soñó con casarse con la violencia y el delito.

Con ese fin en mente dio pasos en distintas direcciones hasta toparse con Pablo Emilio Escobar, quien lo incorporó a su equipo. «Popeye» sintió, entonces, que había alcanzado su paraíso. Disfrutaban de un poder omnímodo, tenían al Estado a sus pies a golpe de secuestros, magnicidios ─cuatro candidatos presidenciales─ y brutales atentados, como el que hizo saltar por los aires un avión de Avianca con 110 pasajeros a bordo.

Hasta que su cruenta guerra, para evitar la extradición de mafiosos a los Estados Unidos, empujó a los Gobiernos colombiano y norteamericano a emprender una cacería implacable contra Escobar y sus secuaces.

La presión aconsejó a «Popeye» entregarse a las autoridades en diciembre del 91, un gesto que puede traerle problemas ahora con sus antiguos compañeros de matanzas y con los delincuentes de nuevo cuño.

Ninguno creerá que solo cuenta con algunos recursos, suficientes para una vida sin lujos, según me dijo. Los mafiosos acostumbran a esconder cantidades millonarias en zulos, y «Popeye», presumen, no será la excepción. Si un sicario de renombre decidía someterse a la Justicia lo hacía por estar seguro de que su estancia en prisión sería corta. Necesitaría, por tanto, guardar parte de su fortuna en algún escondrijo para cuando llegara su salida.

Sin pudor 

A diferencia de otros criminales, «Popeye» no renegaba de su pasado sangriento ni le preocupaba recordarlo. «Yo nunca he tenido recato en confesar un asesinato. A mí me apenan los delitos sexuales, y no tengo», me dijo en Cómbita, sin inmutarse.

Para él, los asesinatos que ejecutaba eran un simple trabajo. «Me mandaban matar a una señora, y estaba en embarazo, porque estaba entregando a Pablo Escobar. Yo no estaba mirando el embarazo, sino que quedó muerta, veía un sapo (soplón)», recordaba, mirándome a los ojos. «Pero que diga el patrón: vaya a matar a ese niño, y yo ir a dispararle a la cabeza, no; de eso no soy capaz yo. Tampoco de matar un sacerdote. Una vez íbamos a matar al obispo de Medellín, que estaba a favor de la extradición, y el patrón me llamó a mí y le dije: naranjas, a mí esa sangre de cura no me gusta, yo soy muy rezandero».

«Popeye» no hablaba con cinismo ni prepotencia, sino con la sencillez de quien relata una anécdota sin importancia. Y siempre ha tenido a gala no medir sus palabras. Incluso criticaba el sistema penal colombiano, que le permitió rebajar su condena por entregarse y por estudios (se graduó de doce diplomaturas). «Colombia es una república banana. Si mato a 540 policías en Miami, o al que va a ser candidato a la Presidencia, no hay arreglo», afirmó.

Con el transcurrir de su encierro, en cada encuentro que sostuvimos resultaba más difícil distinguir las verdades que conoció de primera mano y recordaba con asombrosa exactitud, de las historias truculentas que escuchaba de otros presos y se adjudicaba como propias.

Tal vez sobreviva en la calle, pero no será fácil para un sicario con un pasado tan siniestro. «Escribiré su obituario», le dije a modo de despedida. Calló un instante, soltó enseguida una carcajada, y respondió: «Está bien, pero yo muero con valor, no soy un cobarde, yo peleo».

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