Texto y fotos: Salud Hernández-Mora
No podrá dormir a pierna suelta como lo
hacía en la cárcel. Son legión los enemigos que esperan
una oportunidad para asesinarlo ahora que está libre. Pero «Popeye» no se la
pondrá fácil. «Para matarme a mí hay que tenerlas bien puestas», me dijo,
sonriendo, con naturalidad, en una reciente entrevista en el penal de máxima
seguridad de Cómbita, al poco de conocer que recobraría la libertad.
«Hay una cosa muy clara: estoy retirado del
crimen, pero si yo veo que vienen tres tipos a matarme, les doy más plomo que
mi Dios paciencia. Prefiero morir en una lluvia de balas que enfermo», agregó
con su sinceridad habitual.
El exjefe de sicarios del cartel de
Medellín ya es un ciudadano más. El martes 26 de agosto, casi a las 10 p.
m., vestido con vaqueros, playeras,
sudadera y una funda de gafas como único equipaje dejó la celda 07 que lo
cobijó durante los últimos doce años, el único lugar donde se sentía seguro.
Los guardianes que lo recogieron, lo
encontraron nervioso. Es por el «susto de enfrentarme a la selva de concreto»,
les dijo. Añadió que es el único que «ha pagado un ‘canazo’ tan largo». Aunque
buena parte de sus miles de víctimas protestó porque solo permaneció 23 años
tras las rejas, una minucia para un prontuario abultado y sangriento.
Ante la entrada de Cómbita aguardaba medio
centenar de periodistas. Una caravana de «todoterreno» pasó ante ellos a toda
velocidad, y varios informadores la siguieron. Entretanto, otro vehículo
discreto conducía al antiguo preso por otro camino hacia Bogotá, a tres horas
de distancia. Fue la primera maniobra de «Popeye», de las muchas que vendrán,
para despistar a sus perseguidores.
Al arribar a la capital, en la calle 170,
John Jairo Velásquez ─su verdadero nombre─ pidió que lo dejaran cerca de la
estación de Policía. Se subió a un Audi negro que lo esperaba, y desapareció.
Aún se desconoce el lugar donde pasará los cincuenta y cuatro meses de libertad
vigilada que le quedan. Antes de esfumarse dejó una breve nota manuscrita:
«Pido perdón al buen Dios y a las personas que (sic) les causé daño».
Escondite
«Popeye» le adelantó a Exégesis que
establecerá su guarida en un barrio de clase obrera de una ciudad grande,
seguramente, Medellín, convencido de que su rostro pasa desapercibido. En ese
sector social no leen periódicos ni ven noticieros, es su teoría. Y si llegaran
a reconocerlo, negará ser el famoso asesino. Pero no sacará un arma para callar
al curioso de turno.
Y es que él mismo, su personalidad
agresiva, es un gran enemigo si pretende seguir libre. «Popeye» ─mote que le
pusieron cuando abandonó antes de tiempo la Escuela Naval de Grumetes─, deberá
reprimir la tentación de resolver a tiros cualquier incidente que le fastidie.
«Psicología del penal me ha entrenado a que
tengo que hacer la fila para pagar los servicios, y si alguien se cuela, tengo
que saber manejar la situación; si alguien me estruja o me dice: ‘viejo
marica’, tengo que manejarlo. Si voy en mi automóvil y me choco (sic), yo
primero mataba porque estaba lleno de odio, pero ya no, no se puede», aseguró
en la entrevista citada.
No solo por odio, John Jairo Velásquez
también mataba por gusto. «Quiero ser malo, todo un bandido», se propuso. De familia
acomodada, John Jairo le cogió pronto gusto al crimen. Siendo adolescente
presenció por casualidad, en plena calle, una pelea a cuchillo entre dos
hombres, que terminó con uno degollado. La sangre que brotaba a borbotones, la
tensión que respiraban los rivales, fascinó al jovencito. A partir de ese
momento soñó con casarse con la violencia y el delito.
Con ese fin en mente dio pasos en distintas
direcciones hasta toparse con Pablo Emilio Escobar, quien lo incorporó a su
equipo. «Popeye» sintió, entonces, que había alcanzado su paraíso. Disfrutaban
de un poder omnímodo, tenían al Estado a sus pies a golpe de secuestros,
magnicidios ─cuatro candidatos presidenciales─ y brutales atentados, como el
que hizo saltar por los aires un avión de Avianca con 110 pasajeros a bordo.
Hasta que su cruenta guerra, para evitar la
extradición de mafiosos a los Estados Unidos, empujó a los Gobiernos colombiano
y norteamericano a emprender una cacería implacable contra Escobar y sus
secuaces.
La presión aconsejó a «Popeye» entregarse a
las autoridades en diciembre del 91, un gesto que puede traerle problemas ahora
con sus antiguos compañeros de matanzas y con los delincuentes de nuevo cuño.
Ninguno creerá que solo cuenta con algunos
recursos, suficientes para una vida sin lujos, según me dijo. Los mafiosos
acostumbran a esconder cantidades millonarias en zulos, y «Popeye», presumen,
no será la excepción. Si un sicario de renombre decidía someterse a la Justicia
lo hacía por estar seguro de que su estancia en prisión sería corta.
Necesitaría, por tanto, guardar parte de su fortuna en algún escondrijo para
cuando llegara su salida.
Sin pudor
A diferencia de otros criminales, «Popeye»
no renegaba de su pasado sangriento ni le preocupaba recordarlo. «Yo nunca he
tenido recato en confesar un asesinato. A mí me apenan los delitos sexuales, y
no tengo», me dijo en Cómbita, sin inmutarse.
Para él, los asesinatos que ejecutaba eran
un simple trabajo. «Me mandaban matar a una señora, y estaba en embarazo,
porque estaba entregando a Pablo Escobar. Yo no estaba mirando el embarazo,
sino que quedó muerta, veía un sapo (soplón)», recordaba, mirándome a los ojos.
«Pero que diga el patrón: vaya a matar a ese niño, y yo ir a dispararle a la
cabeza, no; de eso no soy capaz yo. Tampoco de matar un sacerdote. Una vez
íbamos a matar al obispo de Medellín, que estaba a favor de la extradición, y
el patrón me llamó a mí y le dije: naranjas, a mí esa sangre de cura no me
gusta, yo soy muy rezandero».
«Popeye» no hablaba con cinismo ni prepotencia,
sino con la sencillez de quien relata una anécdota sin importancia. Y siempre
ha tenido a gala no medir sus palabras. Incluso criticaba el sistema penal
colombiano, que le permitió rebajar su condena por entregarse y por estudios
(se graduó de doce diplomaturas). «Colombia es una república banana. Si mato a
540 policías en Miami, o al que va a ser candidato a la Presidencia, no hay
arreglo», afirmó.
Con el transcurrir de su encierro, en cada
encuentro que sostuvimos resultaba más difícil distinguir las verdades que
conoció de primera mano y recordaba con asombrosa exactitud, de las historias
truculentas que escuchaba de otros presos y se adjudicaba como propias.
Tal vez sobreviva en la calle, pero no será
fácil para un sicario con un pasado tan siniestro. «Escribiré su obituario», le
dije a modo de despedida. Calló un instante, soltó enseguida una carcajada, y
respondió: «Está bien, pero yo muero con valor, no soy un cobarde, yo peleo».
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